Conflictos de pareja. La pacificación para impedir la guerra y la belico-sidad en busca de la paz

Conflictos de pareja. La pacificación para impedir la guerra y la belicosidad en busca de la paz

Alberto Eiguer[1]

En este trabajo, me propongo examinar la noción de conflicto conyugal. En psicología de pareja, es necesario diferenciar el conflicto manifiesto del latente. El conflicto manifiesto refleja el desacuerdo entre los compañeros. Por lo general, es ruidoso, violento en palabras, golpes, objetos rotos. Inconsciente, el conflicto latente opone deseo a defensa, o Ello a superyó. Por ejemplo, la realización de anhelos infantiles de indolencia e irresponsabilidad se oponen a las exigencias de la vida real. En 1984, sugerí que este conflicto enfrenta vínculos narcisistas y objetales, es decir, en referencia a la indiferenciación y la diferenciación (Eiguer, 1984. Véase también F. Payen, 2012, que proporciona una idea similar). Esta idea sigue siendo válida. Como se puede imaginar, el conflicto latente es determinante en la emergencia del conflicto manifiesto.

La metáfora de la guerra y la paz es muy relevante para discutir acerca del conflicto de la pareja. La guerra puede ser larga y horrible. En las parejas que tienen una angustia que oprime el corazón, veo un temor diario de violencia psicológica, sexual y/o física. Los compañeros están suspendidos a sus peleas; no pueden concebir planes de futuro ni pensar en sí-mismos ni en otros. O bien ignoran de dónde vienen. Las vida se estrecha (A. de Butler, 1999).

La paz es en cambio un estado agradable, al que los compañeros siempre aspiraron y por el que han hecho esfuerzos a veces gigantescos, solos y juntos, para construirlo. Es para lograr esta felicidad que se inventó la pareja: sentirse cómodo, suelto y liviano, acurrucándose en la intimidad a dos, olvidando las defensas que se emplean cuando uno se encuentra con los demás, a tener confianza en el otro y certeza que éste tiene una sensación similar. Supongo que estos estados de paz se parecen a aquellos en los que uno está lo más cerca de su verdadero ser, su verdadero sí-mismo.

Antes de desarrollar mi propuesta, trato de explicar lo que no voy a hablar: aquellas situaciones clínicas donde uno puede sentir sucesivamente lo contrario: la paz después de la guerra y la guerra después de la paz. Dos ejemplos lo ilustrarán.

Recuerdo a una paciente que aficionaba una práctica sexual masoquista. Le gustaba cuando se detenía el ritual sexual que había durado horas con el amo a quien ella se sometía. Era entonces cuando se detenían las palizas, la brutalidad, los gritos e insultos, el bondage, el uso de cadenas, el acto de amor en el suelo en contacto con orina y heces. Era en este momento en que su amo pasaba repentinamente de la crueldad a la ternura. Ese instante “valía oro” para ella. Se encontraban así de nuevo y él le mostraba ser capaz de « hacer algo distinto » que el abuso. Era la « paz » después de « la guerra ». Perfectamente dispuesta, le encantaba la sexualidad sadomasoquista (SM), pero apreciaba mucho esa ocasión. Sin embargo, cada vez, durante el frenesí sadomasoquista, solía olvidar que este momento iba a marcar el final del ritual y entonces ella iba a vivir un momento único.

El segundo ejemplo no es clínico, aunque no es de esto que quiero hablar. Como Epicuro había elogiado los estados de felicidad que el placer brinda, se le refutó que la felicidad era a la larga aburrida. El aceptó esta crítica. Uno se cansa y, por lo tanto, la idea de la felicidad como un proyecto universal no es sostenible. No sabemos disfrutar eternamente. ¿Se quería concluir que no estamos hechos para la felicidad, y que la infelicidad es necesaria para que aceptemos de nuevo la felicidad, que nos sentamos resarcidos y así sucesivamente? ¡Nuestro motor sería la desdicha! Epicuro encontró la réplica que convino a sus detractores: uno se estabiliza en la felicidad por la ataraxia, una serenidad total, a la que se llega por la sabiduría. Las cosas buenas siguen cautivándonos si se elaboran en nuestro foro interior, en contacto con nuestros recuerdos y sueños, y en nosotros. Creo que es una excelente manera de poner en valor lo que hoy llamamos subjetividad.

Lo que yo quiero desarrollar es la paz que habita en el estado de guerra y viceversa, y no de una secuencia donde una podría crear a la otra.

El estado de guerra en las parejas ¿se desarrolla para servir a la paz de la mente? ¿Tiene la intención de calmar aquellos temores de los que no sabemos qué hacer? Esta es mi hipótesis de trabajo. La pelea, la escena doméstica se lleva a cabo con el fin de apaciguar el espíritu de los partenaires (García, 2007). A menudo están a la disposición de terceros, o del superyó, que no les da tregua. La guerra aparece como una ofrenda, en estos casos, a estos « objetos comunes » de la pareja (Teruel, 1974) que hostigan la vida inconsciente de los cónyuges.

En relación con la belicosidad en la paz, convoquemos a las metáforas de la anguila que se esconde bajo la roca y al agua estancada, serena en la superficie pero peligrosa. También es el espejo de Narciso, quien se busca en el agua de una fuente sin olas, sin ramitas que alteren la perfección del espejo. Absorto por su imagen Narciso muere de inanición.

¿Es, en ambos casos, un retorno de lo que el encanto del encuentro sexual ha reprimido? ¿Es el miedo culpable de haber alcanzado la felicidad aprovechando de un pacto erótico?

La disputa conyugal en la bandeja del dormitorio

¿El odio se incube bajo el amor? La escena doméstica me parece brindar una ilustración. En el dormitorio de la pareja, los cónyuges pelean, quizás a veces molestos por las intrusiones: afectivas (hijos, gatos) o tecnológicas (TV, tableta conectada a Internet). Cada escena tiene un tiempo singular y un ritmo, es decir, se repite como marcada por un reloj: los partenaires se agreden, se destrozan y al final el vínculo se reconstruye. Los cónyuges pueden intercambiar palabras tiernas después de las críticas. Cuando los conflictos se hacen raros fuera de este ciclo y de este lugar, la guerra se agrava. En todos los casos, este desacuerdo sirve para recordar las diferencias entre ellos: de personalidad, de género, de origen transgeneracional. Sus apegos privilegiados promueven oposiciones (cf. lealtades edípicas). Si no se mantienen los pasos ordenados en la secuencia de la discusión, surgirán serios problemas. Romper la secuencia sería, por ejemplo, olvidar de hablar que tenemos un resentimiento contra una cuñada (período de pelea), confundir el nombre del otro, con el de un tío o amante, salir con una queja escondida desde hace tiempo, no hacer el amor a un momento específico, a menudo al final de este ciclo, o que la violencia física se exprese por primera vez. En suma, algunas conductas inéditas son a veces perjudiciales. Este orden nos interesa: la escena doméstica es un ritual que recuerda las necesidades de cada uno, los lugares del poder, su área reservada, las condiciones de los pactos secretos o inconscientes más allá de los cuales el pacto puede ser roto.

La disputa tiene su código de honor y supone los límites a no cruzar (Anzieu, 1986). « Ahora has ido demasiado lejos. Has pisoteado lo que es más sagrado para mí. Nunca te lo perdonaré. » ¿Quién estaría al abrigo? Si las expresiones amorosas u hostiles llegan muy lejos es además porque se expresan sin testigos. Aun así, hay quienes escuchan del otro lado del muro. En principio, el testigo debe ser visto por los opositores. Sinnúmero de parejas lo saben y hacen a propósito de hablar en voz alta y hacer ruido. ¿Por exhibicionismo? Prefiero decir que es por necesidad de exponer sus posiciones ante un tercero, para ir a buscar ayuda, incluyendo a los hijos que son los primeros en enterarse. ¿Es esto como una demostración de poder? Escandalizar significa ser audaz y, por lo tanto, que uno « es » superior. Pero exponer sus discusiones ante testigo aquí implica una subversión de la diferencia generacional. Me parece que se trata de un equivalente del caso del cónyuge que se va de chismes difamatorios. Ir de habladurías es violar la intimidad de la pareja, que es una de sus bases. Las consecuencias son impredecibles: se desacredita al otro ante los ojos de los chicos, atacando al vínculo filial, en busca de aislar al otro padre, manejando, sembrando la discordia. El objetivo es separar a los que se aman.

Numerosos trastornos de comportamiento en chicos, incluida la violencia, que se manifiestan después que los padres se pelean confirman que, para los chicos, cada agresión desafía sus ideales y las razones que animaron su concepción. Han creído haber sido el producto del amor pero esas peleas les hacen dudar. ¿Cómo mantener los pilares? ¿Cómo restaurarlos? A pesar de que con el tiempo pueden superar estos impactos, una sensación será más difícil de erradicar, el escepticismo: ya no creerán mucho en el amor.

No lo podemos evidenciar directamente para confirmarlo, pero tratemos de interpretar algunas estadísticas actuales que comparan hijos de divorciados y de no divorciados en su comportamiento adulto en el matrimonio. Es lo que establecen las dos observaciones siguientes:

‑ Los hijos de divorciados que asistieron por un cierto tiempo a peleas en sus hogares tienden a casarse más jóvenes que los que no experimentan el divorcio de los padres. ¿Están ansiosos por formar esta pareja perfecta que han conocido o imaginado antes del divorcio de éstos? ¿Buscan el afecto que les faltó?

-Divorcian a su vez más rápido que los hijos de no divorciados. ¿Son menos tolerantes entre sí que el grupo de hijos cuyos padres no han divorciado?

Pero ¿podemos por lo tanto prescindir de escenas domésticas? En aras de un espíritu de armonía, uno estaría tentado en decir que sería mejor que no se lleven a cabo. Sin embargo, la pelea doméstica es una gran herramienta de aprendizaje que permite a los cónyuges hacer un balance, establecer el estado de sus sentimientos. La escena doméstica puede llegar a ser un ejercicio esencial para probar la fuerza de cada uno y su influencia en el otro. Esta escena sirve para aclarar dudas, romper tabúes, evacuar la ira reprimida y, finalmente, para mitigar el resentimiento. Contribuye al bienestar a pesar de los horrores que podemos decir. El odio es lo contrario del amor, pero en verdad lo despierta.

Una frase puede romper un silencio de muerte, cuando no se habla de nada y que usted no sabe dónde se encuentra uno con respecto del otro. Este es el apaciguamiento contenido en la pelea; es el amor bajo el odio.

Inversamente

Parejas que, por el contrario, nunca discuten, están de acuerdo en todo y se muestran pasibles al extremo pueden ocultar sentimientos muy hostiles (rivalidad envidiosa, resentimiento, odio). Los mantienen enterrados por escisión. Si ésta se disuelve, la ansiedad o la violencia no tardan en aparecer. Hay dos tendencias que dominan las parejas fusionales:

‑ La oralidad se manifiesta por avidez, codicia, rapacidad, vampirismo. Los partenaires están a menudo juntos, les cuesta separarse y adoptan ante los demás una vaga postura de orgullo por su unión. Exportan su narcisismo individual en el otro de tal manera que no puedan separarse, bajo pena de sentirse descompuestos o explotar;

‑ La dependencia mutua es tan importante que no se puede tomar decisiones por sí-mismo, ni conocer gente de forma individual. A veces se abstienen de pronunciar la palabra yo; es siempre nosotros.

Bajo un acuerdo de fachada, arde el fuego de pasiones virulentas. La belicosidad bajo la paz.

La presentación del caso siguiente ilustra mis hipótesis.

La pareja de Marylin y José

Una entrevista única. Recibo esta pareja de 40 años dos meses después del parto de su criatura. Actualmente están separados. José O. se fue en el momento preciso cuando la mujer iba a dar a luz después de un largo período de discusiones violentas. Este día, la empujó y golpeó; por la tarde Marylin sintió contracciones y a la noche siguiente tuvo familia en el hospital. José O. había encontrado a otra mujer. A partir del momento en que se fue, no dio signos de vida hasta hace dos semanas, lo cual dejó a su compañera, como podéis imaginarlo, en un gran desconcierto. Marylin asumió sin embargo como pudo su maternidad (tiene dos chicas de una precedente pareja).

Le pregunto en este momento cómo va el niño. Todavía muy enojada contra su marido, la esposa me responde que está bien sin más, un poco retenida. Me digo que debe estar conmovida por estos acontecimientos.

Al volver a retomar contacto últimamente, el cónyuge manifestó su deseo de reintegrar el hogar. Explicó que durante estos dos meses, se había quedado con su amiga yendo de vacaciones juntos. Marylin no le hizo reproches y se quedó en silencio delante de esta demanda hasta el momento cuando José le mostró sus fotos de vacaciones. En algunas, José aparece en posiciones sexuales provocantes con su amante. Marylin reaccionó muy vivamente a esta demostración; le trató de perverso. Recuerda en la entrevista en qué clima « alucinante » pasó su embarazo, las ausencias del cónyuge, ansioso, protestón; sus argumentos le parecían insensatos. Supo acerca de la existencia de esta mujer en la vida de su compañero sólo muy tarde.

Marylin reconoce nunca haberlo visto tan sobresaltado y malintencionado: ¿Por qué detestarla tanto? José trata de justificarse diciendo que estaba aterrorizado con la idea de ser padre; él es un hijo adoptado. Durante años, quiso comprender si el malestar que sentía « en el fondo de su alma » se originaba allí e hizo unos años de terapia para esto, pero es sólo ahora que le resultó claro que antes de ser adoptado, había sido abandonado. Es una cosa evidente para todo hijo adoptado, dice, pero para él fue toda una revelación. Concluye que su miedo de ser padre está vinculado con lo que le sucedió: quiso abandonar a su hijo para reproducir su abandono.

Su caso presentaría pues una reproducción de su situación; pero también abandonó a su compañera, observo. José banaliza la manera en la que las cosas pasaron: salida de vacaciones, ausencia de toda consideración acerca de la situación desesperada en su compañera, indiferencia hacia el parto, el estado de su hijito y finalmente exhibición sexual. ¿Cuál es el mensaje, si hay uno?, me pregunto.

En última instancia, es el contexto transferencial que conviene interrogar: José imagina que yo iba a estar impresionado por su « descubrimiento », que concierne su propio abandono y cree encontrar en mí un aliado en la medida en que dice aportar una comprensión psicoanalítica a su comportamiento.

Me parece más bien que su toma de conciencia es totalmente relativa. Su lógica parece coherente pero pretende convencer más que profundizar su análisis. Me llama la atención la ausencia de afecto, de nostalgia, de pesar, de empatía hacia su hijo y su compañera. Se muestra más bien inconsciente de las consecuencias de sus actings. Es más bien pueril, y francamente fuera de la realidad, como si fuera un chiquillo que le muestra fotos a su madre de regreso de una estancia en colonia.

Concluiré a una forma de manipulación. Encuentro en este hombre una ausencia de sentido moral propia del funcionamiento perverso y una incapacidad a representarse lo que se espera de un padre.

Al mismo tiempo, me pregunto qué funcionamiento de pareja se instauró, y si la mujer no estimuló la ausencia de sentimiento de responsabilidad en el hombre. ¿No estaría Marylin dispuesta a olvidar todo a pesar de haber sido maltratada por él y con tal de conservar una posición superior en el vínculo, el de una madre que se las arregla perfectamente sola, es decir sin compañero ni padre para su hijo? Es como si prefiriese que su marido se quedara fuera de la relación entre ella y su recién nacido. Aunque muy justificada, su crítica corre peligro de no tener consecuencias en lo que concierne el funcionamiento del vínculo.

Vería allí una forma de alianza entre estos cónyuges. Como si la mujer dijera: « Eres un irresponsable sin corazón, pero sobre todo no vengas a molestarnos. » Y el hombre: « Veo en este chico al hijo abandonado que fui, pero quiero conservar mi posición infantil. ¡Qué no se venga a pedirme asumir la función de padre. » El nacimiento de su hijo provoca la angustia de pérdida de las posiciones fijas, como si otro niño que él (José) viniese a usurpar su sitio de hijo. Es lo que pudo, en mi parecer, poner en marcha la crisis.

Lo que es desmentido (los golpes, la inminencia del parto, las lastimaduras provocadas, la dificultad en asumir su paternidad en José) recubre otras desmentidas y complicidades. Es la guerra que ocupa todo el panorama, por cierto, pero la paz es buscada en el repliegue de Marylin con el consuelo narcisista de saber que sale de un mal paso sin hombre, y en la huida de José hacia otra relación.

Pareja N.

Los compañeros de esta pareja tienen unos 50 años, pero parecen mucho más jóvenes. Habitan de tiempo en tiempo en lo de la compañera. Hoy en día, ésta ya no desea seguir la relación porque ve a su amigo como a un manipulador que la humilla, degrada, y que no pierde la ocasión de señalarle sus debilidades. Un episodio ilustra este comportamiento. La mujer cuenta lo que sucedió un domingo en que van en coche al campo; él conduce y « me pidió que le guiará en el camino mirando un mapa. Me dijo que se sentía perdido. Pero me acosa, objeta mis instrucciones; me siento en incapacidad para encontrar el camino. Dice que yo realmente no sé leer la carta, que me confundo en las descripciones, finalmente que no entiendo nada de los signos del mapa. Reacciono, pero ahí él dice que no puede decírseme nada, que siempre me tomo a todo mal. Me enojo y, por supuesto, ya no me puedo ubicar en el mapa; damos vueltas y vueltas, cambiamos de sentido en varias ocasiones. Acabo por sentirme tonta. Él admite más tarde que conocía perfectamente el camino, pero que me hizo las preguntas para ponerme a prueba. »

Y, sin embargo, la mujer agrega: « ¡Es el hombre de mi vida! » Esta frase invita a reflexionar sobre lo descrito más arriba. Aceptamos la guerra a causa del apaciguamiento que proporciona la satisfacción de un ideal… aunque fuese relativo. Durante la entrevista, el marido se queda en silencio y hacia el final sus labios dibujan una sonrisa.

Conclusiones

El punto en común entre estas dos figuras, el apaciguamiento bajo la guerra y en la belicosidad bajo la paz es que organizan dos niveles diferentes (manifiesto y latente). Pero las relaciones entre éstos difieren según la figura.

En la primera figura, la calma relativa que esconde la guerra manifiesta entre los cónyuges da sentido a esta última. Nos peleamos para confirmar los pactos que estructuran el vínculo, pactos que por otra parte no invalidan las diferencias.

En la segunda figura, la belicosidad que se incuba bajo la paz sobre-determina cada gesto de la pareja; las defensas son tenaces: escisión, desmentida, intelectualización. Los acuerdos de la pareja son a veces de circunstancia, una fachada. Tranquilizan, pero el recurso a restricciones con el fin de evitar la autonomía conduce a paralizaciones. Es como estar en una roca sobre un lecho de arena movediza.

En la primera figura, la imaginación tiene un papel significativo en el desarrollo del conflicto y la posibilidad de dar vuelo a la subjetividad en cada uno. Tal no es el caso de la segunda figura, que arriesga un empobrecimiento de la vida conjunta. Del mismo modo, cuando estamos en guerra, aunque sea doloroso, uno habla, cuenta, lo que da sentido a la historia y la narración. La paz tal como se presenta en el caso de la segunda es, sin embargo, menos expresiva.

Una de las consecuencias para la terapéutica es que, en el primer caso, el terapeuta ayuda a aliviar el resentimiento al interpretar el objetivo final de la discordia; los cónyuges se reconocerán en el funcionamiento inconsciente de su pareja. Al hablar, se conocerán tal vez mejor.

Estas situaciones están en la línea de lo que hemos dicho anteriormente: la oposición franca, los conflictos abiertos forman parte de la evolución de la pareja y son útiles para avanzar.

La estrategia terapéutica con las parejas demasiado tranquilas busca conducir a los compañeros a admitir que viven un conflicto inconsciente temido; su exploración puede ser dolorosa. La lucha a lo que esto suele dar lugar autoriza al conflicto. Es un emergente; la vida puede recuperar su aliento.

Bibliografía

Anzieu, D. 1986. « La scène de ménage », Nouvelle revue psychanalyse, n°33.

Butler de, A. 1999. « La souffrance conjugale », Dialogue, n°145, p. 3-18.

Eiguer, A. (sous la direction) 1984. La thérapie psychanalytique du couple, Paris, Dunod.

Garcia, V. 2007. « La fonction thérapeutique du couple… », Le divan familial, n°19.

Payen, F. 2012. « La conflictualité psychique conjugale », Contribution au 5e congrès de l’AIPCF, Padoue, Italie.

Teruel, G. 1974. Diagnóstico y tratamiento de parejas en conflicto, Buenos Aires, Paidós.

Resumen

“Conflictos de pareja. La pacificación para impedir la guerra y la belicosidad para ir en busca de la paz.” Alberto Eiguer

La metáfora de la guerra y la paz es muy relevante para evocar los conflictos de pareja. Me refiero a la paz que subyace en el estado de guerra. La pelea en este vínculo se desarrolla con el fin de apaciguar el espíritu de los cónyuges. Inversamente, ciertas parejas instalan un estado de paz para controlar conflictos violentos. Distintos ejemplos son proporcionados para apoyar mis hipótesis psicopatológicas.

Palabras clave: Conflicto, estados de guerra y paz, de conflicto manifiesto y latente.

[1] Psiquiatra y psicoanalista (SPP, APDEBA). Director de investigaciones en el Laboratorio PCPP EA 4056 del Instituto de Psicologia de la Universidad Paris V, René Descartes, Sorbonne-Cité. ExPresidente de la Asociación Internacional de Psicoanálisis de Pareja y Familia. ExDirector de la revista Le Divan Familial. albertoeiguer@msn.com